Columna Drago Bozovich- Revista Amcham

Desde que tengo uso de razón siempre he estado muy ligado a la naturaleza, al campo y al aire libre. Ya sea, cuando niño, en la casa de la abuela en Oxapampa jugando entre naranjales y cafetales y después bañándonos en el río en Chontabamba hasta no sentir más ni pies ni manos por lo fría del agua; o acompañando a mi papá – un sin número de veces – al aserrado de Satipo, donde jugar con mi hermano a fabricar “lo que sea” con los palitos y retazos de madera que sobraban, era casi una actividad de sol a sol (nosotros creíamos que era nuestro trabajo… Jajajaja!).

Ya adolescente, acompañaba a mi papá, fanático del esquí acuático, en sus viajes de trabajo a Pucallpa, donde al acabar el día – medios deshidratados de tanto sudar y muertos de calor – nos escapábamos a la laguna de Yarinacocha, a esquiar, incluso de noche si la luna llena lo permitía.

Cuando el día acababa podía pasar horas viendo el impresionante cielo estrellado en busca de alguna “estrella fugaz”, que debido a la pureza y claridad del cielo, no defraudaban y siempre se dejaban ver. Cuando las vacaciones escolares se acercaban y mis amigos hablaban de ir a Miami o a Disney, yo les decía “Me voy a la Selva”.

Crecí siempre expuesto al sol y al aire puro y limpio en medio de actividad física y sana, pero el plato fuerte siempre fue ir al bosque. Hoy me doy cuenta del verdadero lujo que algo tan simple puede representar en la vida de alguien que siempre está tan “ocupado” y corriendo de un lado a otro. De aeropuerto en aeropuerto y reunión en reunión…

Aunque la velocidad de la vida moderna es otra y las opciones de actividades para chicos son mucho mayores, siempre trato de exponerlos lo máximo a la naturaleza. Y claro está, de vez en cuando, darnos una escapadita a nuestra bella y mágica selva. Algo q a todos Uds. se lo recomiendo hagan, al menos una vez.